¡Gracias! Siempre es agradable que alguien se preocupe y trabaje por nuestro colectivo.
Decálogo del profesorado, de Francisco Robles.
“El maestro es un adulto, no un colega. Hay que recuperar el papel del profesor como transmisor de valores y conocimientos. Los maestros no son los colegas de los alumnos, sino los adultos que deben conducirlos por la senda del saber y por el camino del respeto a las normas que hacen posible la convivencia. Frente a la ola de infantilismo que nos invade, el profesor aparece ante sus alumnos como la persona adulta que los adolescentes terminarán por imitar, a pesar de que la rebeldía propia de la edad los obligue a enfrentarse con este modelo.
La autoridad del profesor en el aula es un principio básico sin el cual no puede funcionar la educación. No se trata de volver al autoritarismo mal entendido de los tiempos felizmente pasados, cuando la dictadura tenía su reflejo en las aulas. Frente a la ley del péndulo que nos llevaría a ese error, la autoridad de un profesorado que se sienta respaldado por el Estado al que sirve. Ni una agresión, ni un insulto, ni el más mínimo acoso. El profesor es una autoridad en su centro de trabajo, y el Estado debe respaldarlo siempre que cumpla con su deber.
La escuela debe ser un lugar abonado para el mérito, la excelencia y el esfuerzo intelectual. El igualitarismo que recorta las potencialidades de los alumnos mejor dotados debe quedarse en el punto de partida, no en el de llegada. Lo revolucionario es que todos los alumnos tengan las mismas oportunidades independientemente de su procedencia social o familiar. La escuela pública no puede quedarse en un recinto donde se protege al débil con arrumacos pseudopedagógicos. La utopía llegará a la educación cuando en los centros públicos se exija tanto o más que en los privados. Eso, y no otra cosa, es el fundamento de la solidaridad.
El buenismo es malo. El buenismo es la degeneración de la bondad. Los centros escolares deben regirse por unas normas claras y basadas en el sentido común que deberán cumplir todos los alumnos sin distinción de origen, sexo, raza, religión o lugar de nacimiento. Los infractores no serán tratados como víctimas de la sociedad, sino como personas que deben reconducir su conducta a través de sanciones que les hagan ver su error. No hay nada tan malo como el buenismo, aunque suene paradójico. Los centros escolares deben regirse por normas sencillas y castigos que no atenten jamás contra la integridad física ni psíquica del alumno, pero que tampoco los dejen hundidos en la ciénaga de la impunidad. En la escuela se aprenden los derechos y se ejercitan los deberes.
La educación empieza en casa. No podemos caer en el engaño de pensar que la educación es tarea única y exclusiva del profesorado. Los niños y los adolescentes deben ir a su centro escolar desayunados, duchados, peinados, vestidos y educados. Los padres y las madres no pueden pasar olímpicamente de esta responsabilidad, ni podrán acogerse a ritos, costumbres o preceptos religiosos para saltarse estas normas básicas de educación y convivencia. Si no cumplen con ella, ahí debe aparecer el Estado como garante de los derechos del niño. El profesor debe ser un complemento de la formación que se recibe en casa, no el responsable máximo de la educación del niño o del joven.
Las personas que pretendan reformar las leyes educativas deberán acreditar una experiencia docente. Así de rotundo y así de claro. No se puede dejar la educación en manos de teóricos que no tienen ni idea de lo que ocurre en las aulas. La educación no puede quedarse en el recinto cerrado y corporativista del profesorado, pero los que cambien sus fundamentos deberán haber ejercido la docencia en las aulas aunque luego se dediquen a otros menesteres. Contarán con el asesoramiento de profesionales en otros campos y con la aprobación de la sociedad, pero de momento, y hasta que se arregle la situación actual, la experiencia debería ser más que un grado: una condición sine qua non.
La sociedad no puede destruir el trabajo de la escuela. La misma sociedad que le exige al profesorado la educación de las generaciones más jóvenes no puede destruir esa labor. Cuesta mucho trabajo inculcar el valor del esfuerzo y el hábito de la disciplina. Por eso es inadmisible que se eleve a la categoría de modelo social al primer niñato que aparece en un programa de televisión. Los políticos deberían hacerse menos fotos con esos triunfadores de la nada y acercarse más por los colegios e institutos para reforzar la labor del profesorado. La tribu no puede educar a sus cachorros en unos valores que contradigan lo que se enseña en las escuelas.
La educación es un arte, no una tarea burocrática. La burocracia le ha ganado el terreno al arte de educar. Un colegio no puede ser una oficina donde tengan prioridad los papeles que hay que rellenar para satisfacer el ansia burocrática de la Administración. Enseñar es un arte, una técnica, una ocupación que requiere la dedicación exclusiva del docente. Esto no tiene nada que ver con la cuadrícula que gastan los burócratas que pretenden dirigirla desde la lejanía de sus despachos y sus observatorios. El maestro es un artista de lo suyo, un técnico que sabe, por experiencia propia, que ninguna programación es capaz de prever ni de prevenir lo que luego sucederá en el aula.
Hoy empieza todo. La educación es como el mar: nunca descansa, nunca se queda quieta ni cruzada de brazos. Siempre hay una nueva generación de niños, de adolescentes, de jóvenes que se enfrentan por primera vez con las primeras letras, con la primera operación matemática, con el primer hecho histórico, con el primer descubrimiento científico. . . Lo que se ha hecho hasta hoy no sirve absolutamente para nada si no se empieza de nuevo con los que toman el relevo a los que dejaron las aulas para poner en práctica lo aprendido y lo vivido en la escuela. Aquí tocamos el secreto a voces de la educación, la fascinante maravilla de su continuo renacer. Por eso deberíamos guardar en la memoria, fuente del verdadero conocimiento humano que hay que ejercitar desde que se nace al mundo del conocimiento, una frase que resume el optimismo que proyecta la educación hacia el futuro: la educación no termina nunca porque hoy empieza todo.